-Quiero ser claro: mi situación no es de exilio.
Francisco, quien para este reportaje solicitó el resguardo de su verdadero nombre e imagen por seguridad, a menudo reitera, mirando desde su departamento en altura en el centro de Santiago, que su estadía en Chile es un “desplazamiento forzado”. A México, su país natal, puede volver cuando quiera, nadie le impuso que se fuera. Eso sí, tampoco hay alguien que le haya pedido volver.
Ha tenido en frente a más de una centena de cadáveres y ha visto morir a una decena. La mayoría son baleados, hay otros descuartizados, degollados y algunos estrangulados. Francisco es periodista y aunque no se formó en crónica roja ni tuvo la voluntad de cubrir casos policiales, tuvo que aprender que la muerte, simplemente, es parte de la cotidianidad de Veracruz, el estado ubicado al oeste de México en el que ejercía su oficio hasta el año pasado.
En ese lugar, conocido como uno de los principales puertos mexicanos y ubicado a cuatro horas de Distrito Federal (DF), sólo en 2015 asesinaron a más de 200 habitantes vinculados a la delincuencia organizada asociada al narcotráfico, más conocidos como los cárteles mexicanos, una mafia criminal organizada que se agrupa territorialmente en los estados más importantes de México y se vinculan directamente con el tráfico de drogas. Desde el 2000 a la fecha, además, son 17 los periodistas que han muerto en dudosas circunstancias (atropello, asfixia, asalto o asesinato no resuelto), dando pie a investigaciones que en su mayoría permanecen sin esclarecer. Allí se vive al límite.
No hay un primer momento en que Francisco haya sentido miedo, dice, pero sí una primera vez estuvo al límite. En 2012, con 23 años, quedó ubicado en medio de un enfrentamiento al norte de Veracruz entre civiles armados y la marina. Ninguna de las partes identificó a los reporteros. Entonces, comenzaron a disparar. “Nosotros, como pudimos, corrimos, nos tiramos al piso y el resto se fue atrás de otras casas”, recuerda. A uno de ellos, escondido detrás de una pared, se le ocurrió disparar el flash de la cámara y gritar que era prensa. Ahí se detuvieron los disparos.
La violencia no sólo escaló de manera desmedida en Veracruz, también los crímenes aumentaron dentro del país. El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública reportó una cifra de 47.988 homicidios durante el periodo presidencial de Enrique Peña Nieto. Según el mismo organismo, el sexenio anterior, encabezado por Felipe Calderón, arrojó un total de 33.347 homicidios en el país una vez dejado el cargo.
Por otro lado, el número de habitantes desaparecidos desde 2012 a la fecha es de 8 mil mexicanos. Dentro de esa cifra, se encuentra un escuálido 43: el número de estudiantes de Ayotzinapa que luego de haber sido arrastrados al interior de furgones policiales a mediados de 2014, no se volvió a saber de ellos. Ese episodio marcó los años de oficio que seguían para Francisco: la violencia se instaló como tópico. Como periodista, dice, tenía que estar ahí para cubrirlo y retratarlo.
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Lluvia débil en Ciudad de México. En julio, mes de verano en Norteamérica, suele haber tormenta eléctrica intermitente. Hay pocas excepciones, como la tarde del 31 de julio de 2015. Ese día, Rubén Espinosa, reportero de las revistas mexicanas Proceso y Cuartoscuro, estaba cerca de cumplir un mes de allegado en la colonia Narvarte del Distrito Federal, ubicada exactamente a media hora del Zócalo, la plaza de la ciudadanía que tiene al palacio de gobierno en uno de sus costados y que marca justo el centro de la ciudad. En junio, Rubén había llegado desde Veracruz por las insistentes intimidaciones del gobierno local: llamadas telefónicas y hombres mirándolo desde la puerta de su casa. Por recomendación de sus amigos, tomó la decisión de desplazarse a la ciudad.
Antes de su migración, Rubén junto a Francisco, ex colegas y amigos durante esa época, siguieron de cerca en 2014 el movimiento ciudadano posterior a la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Como reacción a lo ocurrido, cuenta hoy Francisco desde su departamento capitalino, Rubén privilegió como fuente de las informaciones que publicaba a los familiares y ciudadanos que se manifestaban contra el crimen no resuelto y la desaparición de los cadáveres de los jóvenes. Eso en desmedro de las autoridades locales que negaban su responsabilidad ante el hecho.
Sin imaginar la avalancha que se venía, y antes de su llegada a la revista Proceso, Rubén había trabajado como fotógrafo de campaña para el entonces candidato a gobernador de Veracruz -quien ganó las elecciones y actualmente figura como candidato a la reelección por el cargo-, Javier Duarte. La relación entre ambos, hasta entonces, no había tenido desencuentros. Más bien quedó establecida como un fugaz vínculo laboral.
Tres años más tarde, la seguridad en Veracruz estaba evidentemente en crisis: sus habitantes se organizaron contra el narcotráfico, los robos comunes, hurtos de ganado, además de las violentas intervenciones que la policía local tenía en espacios públicos contra los habitantes del estado mexicano. Como consecuencia de la escalada de violencia, la administración de Duarte pasó a estar en tela de juicio y en la mira de los medios locales y regionales. Al igual que su amigo, a Francisco le tocó también verlo de cerca: como reportero de revista hizo un trabajo de campo en los grupos de autodefensa ciudadana -conjunto de ciudadanos armados que pretenden hacer justicia por sus propios medios- para retratar la crisis de orden y ley que vivía el estado del oeste mexicano. “Sabía que esos grupos se habían formado hace mucho tiempo en la zona de Guerrero -estado ubicado a ocho horas de Veracruz- y después se movieron al centro pacífico de México, en Michoacán. En paralelo, en Veracruz se formó un movimiento, pero no es de los más peligrosos. El problema de ese lugar es con la prensa”, explica Francisco. En Michoacán, cuando la tierra era de balas y fuego, estuvo 15 días hasta llegar nuevamente a Veracruz a perfilar a los civiles armados.
La situación se salió de control. Las fotografías de Francisco publicadas en medios mexicanos no tardaron en llegar a manos de la administración de Duarte. En ese momento se inició un hostigamiento constante por parte de funcionarios de gobierno que intentaron desmentir los retratos de ciudadanos armados en la vía pública, acusando un montaje por parte de Francisco. “Querían decir que yo traía el armamento y se los había dado a ellos para que yo les tomara las fotos. Obviamente eso era falso”, asegura.
El hostigamiento se hizo frecuente. Con ayuda monetaria de Artículo 19, organización mexicana por la defensa de la libertad de expresión, Francisco partió unos días a DF hasta que las aguas se calmaran en Veracruz. Su familia, en cambio, no tuvo posibilidad de emigrar.
Había dejado también a su amigo, que seguiría un tiempo más haciendo de lo suyo en Veracruz: armó un reportaje que ponía a la administración de Duarte en una encrucijada. En febrero de 2014, una fotografía del gobernador caminando, visto de perfil y con gorro policial mexicano apareció en la portada de la revista Proceso. Su mirada, tosca y fija. El título: “Veracruz, estado sin ley”. La fotografía era de Rubén Espinosa -lo que enojó al gobernador Duarte- y el texto de Noé Zavaleta. En su interior podía leerse un relato sobre el aumento de agresiones a periodistas y fotógrafos -ese año se reportaron 41 casos según Artículo 19- y homicidios de periodistas en Veracruz, además de las artimañas de sus funcionarios para que los casos no se esclarecieran. A raíz de eso, Espinosa se convirtió en el reportero que incomodaba a Javier Duarte y eso le traería consecuencias. Desde entonces no lo dejaron entrar a eventos oficiales, en conferencias de autoridades lo expulsaban, y comenzaron a seguirlo.
Semanas antes de llegar a Distrito Federal, en junio, Rubén hizo su última hazaña. La cobertura de una agresión que sufrieron estudiantes que protestaban por el caso Ayotzinapa y que fueron acorralados en una casa de la ciudad, generó nuevamente el impacto mediático que incomodaba a las autoridades. Rubén fue el único que pudo entrar a fotografiar los vestigios que dejaron los policías que atacaron a los jóvenes. Había sangre por todos lados y palos de madera gruesa con puntas de clavos con los que golpeaban a los estudiantes que protestaron ese día. Al salir del lugar, personas a las que Rubén identificó por el corte de pelo estilo militar, lo estaban esperando. Lo miraron, pero no le hicieron nada.
Desde ese día, a menudo se escuchaba a Rubén advertir a sus cercanos lo que veía: hombres afuera de su casa, personas que lo seguían y que a veces, incluso, lo grababan con sus celulares mientras caminaba sin siquiera tratar de disimularlo. En algunos momentos, recuerda su amigo Francisco, pasó que hacían el amago de agredirlo, pero Rubén, con rapidez, se escabullía. Nunca nadie lo enfrentó directamente. Presionado por el miedo, se fue a vivir a DF sin dejar de lado su colaboración en medios.
En una entrevista realizada el 9 de julio a la organización que ayuda a periodistas mexicanos en estado de emergencia, Periodistas de a Pie, Rubén contaba que la vida en la ciudad se le hacía compleja: “Para mí ha sido muy difícil tanto mental, emocional y económicamente”. Además, aclaró que su salida de Veracruz fue “por intimidaciones, no por una agresión directa como tal sino por sentido común”. Eso hasta entonces.
El 31 de julio un conocido de ambos llamó a Francisco para preguntarle por el paradero de su amigo: “Quería ver si sabía algo de Rubén, pero yo no me había comunicado con él en dos días. No pensé más, porque nadie se esperaba lo que iba a pasar”, recuerda.
Ese mismo día, el periodista se convirtió en noticia nacional. Rubén fue encontrado muerto junto a cuatro mujeres (tres amigas y la asesora del hogar) en su departamento ubicado en calle Luz Saviñón, a pocos pasos del Metro de la colonia Navarte. Su escondite en DF no duró el verano completo.
Inmediatamente Francisco y sus compañeros de trabajo se reunieron y establecieron protocolos de prevención y cuidado. Resguardos que había pasado por alto con Rubén: “Todos velamos por su tranquilidad y porque él estuviera bien, pero no velamos por su seguridad”.
En menos de un mes, y aconsejado por la periodista y co-fundadora de Periodistas de a Pie, Marcela Turati, ante la serie de hostigamientos de los cuales también estaba siendo víctima, Francisco se acercó al Consulado chileno en México para buscar orientación para viajar al país. En cuestión de días tomó la decisión y en septiembre de 2015 ya estaba radicado en Chile.
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Sólo existe un segundo caso de similares características en Chile. Se trata de otro amigo de Francisco, que llegó en 2014 y que actualmente trabaja en un medio de comunicación digital. Por lo mismo, su situación migratoria y residencial está regularizada en Chile a través de un permiso especial de trabajo en el país, aunque el riesgo de volver a México está latente. Al igual que Francisco, por razones de seguridad, prefiere mantener su identidad bajo reserva. No quieren arriesgar a sus familias ni dar pistas de sus planes fuera de México.
Pese a los esfuerzos por permanecer en Chile, el futuro de Francisco es incierto: a siete meses de su llegada, su situación migratoria está por definirse durante las próximas semanas. Si se queda, seguiría como corresponsal acreditado y con permiso de extranjería. Si no, tendrá que regresar a su país, sin importar las amenazas.
Aunque allá lo esperan amigos y seres queridos, volver no es el escenario ideal: las condiciones no han cambiado y las persecuciones a reporteros continúan.
Rodrigo Sandoval, jefe de Extranjería y Migración, explica que, en términos formales, Francisco y su colega mexicano no tienen el “estado de refugiado en Chile solo porque por su voluntad y sus propios medios lograron llegar al país”. Pese a que la categoría migratoria no tiene distinción, agrega que “por las circunstancias especiales, sí nos preocupamos de que tuvieran toda la tranquilidad y acompañamiento para que ese trámite -el de migración- se hiciera de la manera más pacífica e informada posible”.
Hasta la fecha, dos amigos periodistas de Francisco y cuatro conocidos suyos han sido asesinados. Tanta muerte lo curtió:
-¿Tienes miedo de terminar como ellos?
-Salí por seguridad, no por otra cosa. Y no, no me da miedo morir.