Si fuera una telenovela, algún espectador pensaría que el guión es demasiado fantasioso, que la trama descarrila en su obsesión por atraer más televidentes. Pero no es un programa de ficción, es la historia del presidente boliviano Evo Morales, su hijo supuestamente fallecido que resulta que está vivo y su exnovia, presa.
La intriga comenzó el 3 de febrero de este año con un primer capítulo más bien anodino, aburrido: el mandatario fue denunciado por tráfico de influencias pocos días antes de un referendo en el que buscaba una reforma constitucional para presentarse a una nueva reelección.
Nuestro primer actor por orden de aparición es Carlos Valverde, periodista, quien ese día revela la existencia de una relación amorosa entre el mandatario y la empresaria Gabriela Zapata, quien pronto se volverá la actriz principal de la historia.
Zapata no era una empresaria cualquiera, era gerente comercial de la empresa china CAMC que había firmado en los últimos años contratos con el Estado por algo más de US$500 millones en distintas áreas, incluyendo la producción de litio, azúcar y líneas férreas.
Dos días después la trama se vuelve más íntima, el presidente se ve forzado a dar una conferencia de prensa en la que reconoce una relación con Zapata entre 2005 y 2007, de la cual nació un niño.
El niño
El mandatario se transforma entonces en el narrador de la historia: el hijo nació pero enfermó, él pasó dinero pero cuando quiso verlo, o quizás porque quiso verlo, supo que su hijo había muerto.
Otras voces entran en el relato, el senador Arturo Murillo de la alianza opositora Unidad Demócrata (UD) le reclama al presidente por no preocuparse del hijo enfermo o de no “ponerle flores en el cementerio” cuando supo de su muerte.
El vicepresidente, Álvaro García Linera, responde que Morales “asistió” al hijo cuando hizo un viaje para una intervención vinculada con su salud y asegura que Morales insistió ”varias semanas” para saber sobre la suerte de esta intervención.
Y cuando pensamos que la historia se terminaba en esa muerte, en esa tumba, el guionista decide recurrir a uno de los trucos más absurdo de las telenovelas: revivir al muerto.
La noticia
“Tengo derecho a conocer a mi hijo, a cuidarlo, a protegerlo, es mi obligación. Espero que me lo traigan en las próximas horas“, dice Morales el lunes 29 de febrero, un día que sólo se repite cada cuatro años, ideal entonces para noticias inauditas.
¿Qué había pasado? Gabriela Zapata estaba presa, arrestada por cargos de lavado de dinero, malversación de fondos y abuso de influencia.
Pero eso pasó a un segundo plano, la nueva actriz protagónica se llamaba Pilar Guzmán, su tía.
El sábado 27 de febrero en la mañana, Guzmán declara que el niño estaba vivo y en buen estado, versión que luego fue corroborada por una de las abogadas de Zapata.
El domingo, miembros del gobierno boliviano emplazan a Zapata a que presente al niño ante un juez para que se compruebe que está vivo, algo que hasta ahora no ha ocurrido.
¿Por qué?
Como en toda historia, la telenovela boliviana tiene tramas paralelas.
El 21 de febrero, la consulta por la reforma constitucional termina con la derrota del proyecto de reelección.
Es una noticia política que retumba en todos los pasillos del poder de Bolivia, se trata al fin y al cabo de la primera derrota electoral de Morales en los 10 años que lleva en el cargo.
Pero la noticia de que el presidente tendría un hijo que estaba muerto pero ahora está vivo convierte estas líneas del argumento en algo secundario, casi intrascendente.
Ahora todos los espectadores quieren saber lo que la ministra de Transparencia y Lucha contra la Corrupción de Bolivia, Lenny Valdivia, puso en un simple y contudente interrogante.
“La gran pregunta es por qué la señora Zapata ocultó a este niño durante ocho años”.
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