La empinada calle cuesta subirla si no tienes auto, pero si tienes moto debes saber subirla, porque no es nada fácil; requiere de astucia, destreza. Quizás por eso a la policía se le hace tan difícil entrar, aunque también es porque toda la subida es como un campo minado, solo que no hay minas, pero decenas de ojos te miran, te escrutan, te desnudan, desde el momento mismo en que comienzas a adentrarte en el corazón del barrio.
Son muchos los delincuentes que han salido de Primero de Mayo, e incluso algunos han agarrado notoriedad y sus andanzas criminales han sido ampliamente difundidas por los medios de comunicación, pero casi todos han quedado sembrados a lo largo del camino y no llegaron a conocer los veinticinco años.
Pero siguen saliendo, se reproducen como la verdolaga, hoy no es El Bachaco, no es Maldad, no es Tiempo, Pecho, El Koala, hoy podría ser Kimberly, pero también podrían quedar otros tantos que no son tan famosos pero que son igual de malos, igual de sanguinarios, igual de desalmados. Son ellos quienes han provocado, en parte, la estampida de venezolanos jóvenes hacia el exterior, quienes han destrozado decenas de hogares o han provocado la ruina de numerosos comerciantes o empresarios que decidieron apostarle al país.
Los ojos del barrio. Hay casas de lado y lado. Unas pegadas al lado de la otra. Hay de una, dos y hasta tres plantas, eso sí, todas enrejadas. No ves a quienes te miran, pero tienes la certeza de que apenas ingresaste al barrio no te pierden de vista. No ves a nadie, pero igual debes hacer cambios de luces si te animas a adentrarte en el barrio de noche en auto. De lo contrario, corres el riesgo de que te echen una ráfaga de plomo sin siquiera preguntarte qué ibas a buscar allí. Los niños juegan allí, en medio de la empinada cuesta, mientras las mujeres se reúnen en cualquier esquina y permanecen allí durante casi todo el día, aunque muchas de ellas son las mujeres de los hombres de la banda y están allí cumpliendo una función de vigilancia y chequeo de todo el que entre o salga del barrio. Hay otras que cumplen la función de cuidadoras de las personas que llevan secuestradas, son las que les llevan la comida. Los que ya no son tan niños, son contratados como “moticos”, y son los encargados de transportar la droga, las municiones y las armas de un lado a otro. Lo hacen en sus morrales tricolores y hay quienes incluso se uniforman de liceístas. También se encargan de estar alertas ante la llegada de la policía para avisar al resto del grupo.
La triste historia. En Primero de Mayo siempre hubo hampa, pero los vecinos podían vivir en paz y los comerciantes podían trabajar, e incluso los propietarios de comercios adyacentes también. Los delincuentes se limitaban a vender y consumir droga y salían a robar hacia otros lares. Pero de un tiempo a esta parte les dio por convertir al barrio en su guarida y hacia allá llevan a las personas que secuestran y allí matan a los que quieren matar, y allí esconden a quienes quieren esconder; allí desvalijan autos y motos y todos los comerciantes deben pagar vacuna a cambio de protección, pero la protección no siempre es tan eficiente y pudiera ocurrir que, aun habiendo cancelado la vacuna, te lleguen cuatro o cinco desalmados a robar o con pretensiones de secuestrarte. Eso ocurre, y cuando ocurre no hay escándalo, no hay reprimendas. Se anota como un error de guerra. Total, el poder lo tienen ellos y son ellos quienes deciden hasta lo más mínimo.
La soledad. Al caer la tarde, todo parece un pueblo fantasma. Solo los más osados caminan por el sector. La mayoría de los comerciantes ya han cerrado sus puertas y han salido a toda velocidad del barrio. Esto aplica, incluso, para los locales anclados en la avenida principal de El Cementerio, en la Roosevelt, y El Prado de María, pues los tentáculos del grupo criminal se han ido extendiendo por toda la zona. En una ocasión intentaron incursionar en Los Rosales y la avenida Victoria, pero fueron corridos de la zona porque varios comerciantes denunciaron el hecho ante el Comando antisecuestro de la Guardia Nacional.
Infortunio. El comerciante Merhi Arid intentó irse del país el pasado mes de marzo cuando asesinaron a su paisano Charbel Antonio Nawar Massad. Pero su familia y un grupo de amigos lo convencieron de quedarse. Un hermano que ya tenía arreglado todos sus papeles sí que se marchó a Alemania. Solía decir que no se podía surgir en medio de tanto terror y que él no iba a trabajar para otro.
A Charbel Antonio Nawar Massad, de treinta y cuatro años, lo mataron en la calle Louis Braille de El Cementerio, frente al terminal de pasajeros Expresos Occidente. El pobre hombre iba en un auto Ford Fiesta blanco, que tampoco vale una millonada, y le salieron al paso varios hombres armados, quienes le dispararon en múltiples ocasiones cuando éste intento acelerar. La policía dijo que las intenciones de los criminales habían sido quitarle su auto, pero entre la comunidad libanesa están seguros de que se trató de un intento de secuestro. Charbel Antonio acababa de salir del negocio de venta de ropa que su familia tiene en el mercado de El Cementerio. Era ingeniero de sistemas y dejó huérfana a una niña de año y medio que nació acá en nuestro país.
Lo cierto es que Merhi Arid, de veintisiete años de edad, decidió quedarse en Venezuela, adonde llegó cinco años atrás. Se quedó a cargo del negocio de venta de ropa que su hermano tenía en el Centro Comercial Telares, al comienzo de la avenida principal de El Cementerio.
En dos ocasiones pagó la vacuna respectiva a los criminales que visitaron su negocio, pero luego se enteró de que estos no habían vuelto y no volverían nunca más porque los habían matado y ahora la policía se les metía a cada rato para el barrio. Creyó que la cosa se había normalizado, pero luego llegó otro con el mismo cuentico de la vacuna y la protección, y Merhi Arid le dijo que no tenía plata porque la cosa estaba dura. El joven le respondió que eso no era asunto suyo, que él debía buscar esa plata. Ese día discutieron, pero, la cosa no pasó de allí. Sus paisanos y colegas del centro comercial le advirtieron que debía moverse con cuidado y estar vigilante porque esos bichos no se andaban con vainas.
Semanas después llegaron aquellos dos matones en una moto. El parrillero se bajó y caminó hacia el centro comercial. Vio venir al infortunado, sacó su arma y le disparó. Luego le quitó el celular y se marchó con su secuaz, como quien no rompe un plato.
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