Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) —ese arma homicida contra los populismos de las décadas de los 70, 80 y 90— acaba de dar una mala noticia: América Latina crecerá un 1,3% en 2014 y un 2,2% en 2015, en este caso siete décimas por debajo de las previsiones del propio organismo hace seis meses.
Nadie entiende qué está pasando. La crisis de 2008 supuso el final de una época, un hecho que se le escapó a los Gobiernos, a los pueblos, pero, sobre todo, a esos sumos sacerdotes de la ortodoxia que son los economistas del FMI y del Banco Mundial (BM).
Todo terminó en 2008. No hay ningún político, ni gobernante, ni líder social —más allá de los muchachos que salen a las calles, ocupan las plazas e invaden los jardines de Wall Street—, que se atreva a decir que esto no tiene solución.
Vamos de mal en peor. El ejemplo es Estados Unidos, el imperio en decadencia, cuyo presidente, Barack Obama, hizo lo impensable: perdió su poder por no saber qué hacer con él y se dio la estocada final al confesar que no tenía una estrategia para derrotar al Estado Islámico. Es más, que la ofensiva yihadista en Irak y Siria fue una sorpresa para la Casa Blanca.
El caso brasileño es más dramático porque los países que han soñado y caído tienen la ventaja de haber probado el sabor del polvo
Por desgracia, la América que habla español tampoco se salva. Cada año se promete un mayor crecimiento, pero eso no es suficiente. Por citar un país, México necesitaría crecer como mínimo al 5,5% sólo para absorber su excedente laboral. Ya no cuenta con el aliviadero social que era brincar “al otro lado” ni desde luego emplearse en el narcotráfico.
El caso brasileño es más dramático porque los países que han soñado y caído tienen la ventaja de haber probado el sabor del polvo. Sin embargo, el bajo rendimiento de Brasil (un 0,3% este año), que fue una maravilla económica durante las dictaduras y donde gracias al fútbol, la samba y el coctel racial parecía que no pasaba nada, resulta incomprensible. Es como la cara de desconcierto de su bienintencionada, pero muy limitada presidenta Dilma Rousseff, cuando se pregunta: ¿qué es lo que quieren si los hemos sacado de la pobreza para llevarlos a la clase media?
Ningún pueblo está preparado para una crisis en la que el capitán no tiene plan ni mapa del rumbo a seguir. No sólo se ha enterrado un modelo económico fracasado, sino que no hay otro para sustituirlo.
La parálisis de los Gobiernos contrasta con la ebullición social que, gracias a la revolución de las telecomunicaciones, se ha vuelto universal. Por ahora, la gente se manifiesta sólo para decir “¡no más!”, pero qué pasará cuando alguien se suba a un tenderete y se plantee ocupar el poder, como pudo haber ocurrido en México en 2006 si el aspirante a la presidencia Andrés Manuel López Obrador se hubiera decidido a dar cien pasos más para tomar el Palacio Nacional.
Sin duda, como Argentina es Argentina, su caso es particular. La guerra de su Gobierno contra los fondos buitre y los buitres en general tendrá consecuencias limitadas.
Sin embargo, cuando Rousseff o Aécio Neves, da lo mismo, se sienten en Brasilia y comiencen a descontar todo lo que no se puede hacer, a alguien se le ocurrirá preguntar por qué el FMI y el BM siguen rigiendo la economía y, lo que es más importante: ¿hasta cuándo los países intervenidos por este desmadre internacional seguirán considerando Nueva York como la capital financiera del mundo?
Dicho esto y observando lo que sucede en Latinoamérica, las preguntas son claras: ¿para qué pagamos al FMI y al BM? ¿Para producir otro Lehman Brothers y todos los productos tóxicos de las hipotecas? Es decir, cuando pagamos a un banco, ¿qué estamos haciendo?
¿En qué están pensando los ministros de Hacienda para pedir a la población que pague impuestos en los países latinoamericanos? ¿Qué les ofrecerán a cambio? ¿Seguridad, educación, atención hospitalaria, infraestructuras? ¿Qué?
¿Quién se atreverá a preguntar para qué sirven hoy las recetas preparadas por quienes ya han fracasado tanto?
Confieso que tengo un problema. Cada vez que discrepo de mis hijos o que veo a los jóvenes en las calles, no sé qué decirles. Temo que me pidan cuentas. Y, desde el punto de vista formal, el balance sería bueno: pueden votar y, si son capaces de quitarse los yugos del dominio intelectual y de los monopolios de las televisoras y de las telecomunicaciones, quizá hasta puedan elegir con buen criterio. Pero una vez dicho eso, ¿qué mundo les diré que les estamos entregando? ¿Cuál es el modelo? ¿Hacia dónde vamos?
¿Se puede castigar con la mano derecha a Rusia, con la izquierda a Argentina, cuestionar a China o ignorar a México y seguir pidiendo que vayan a Wall Street?
Si trabajase en el FMI o en el BM me preguntaría: ¿qué hemos hecho? Porque el Fondo no entiende tres cuestiones fundamentales: la primera, ya no tiene un amo a quien servir porque el amo quebró; la segunda, en el mundo moderno los números no son en sí mismos una razón de Estado y la tercera, así como en otras épocas el desafío fue consolidar la democracia, el mundo tiene hoy como principal reto consolidar unas condiciones sociales, económica y políticamente viables para responder a la demanda social.
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