Alguna vez tuve la oportunidad de preguntarle a un editor español por el destino de una biografía que anunciaba desde hacía tiempo y demoraba en llegar al castellano. La obra estaba dividida en dos tomos. La traducción del primero había aparecido una década antes, pero del segundo no había noticias. La ajetreada existencia del escritor que tenía como objeto quedaba, en nuestro idioma, en suspenso, curiosamente trunca. “En algún momento va a salir”, respondió el editor con una sonrisa evasiva. “El de traductor es un trabajo ingrato -agregó, cuando volví a buscar las razones del atraso-: se los nombra siempre para señalárseles los errores, nunca los aciertos. A veces terminan afectados.” Al parecer, en algún momento durante el trabajo en ese segundo volumen el traductor tuvo un tenaz colapso nervioso.
Esa fragilidad tal vez sea más notoria en los países donde ganarse la vida traduciendo libros literarios funciona como profesión exclusiva. En la escena argentina, los practicantes de la traducción, a pesar de su relativa pujanza, no pueden darse el lujo del abatimiento. Quizá subsista en ellos, por algún misterio genético colectivo, la perseverancia de sus antecesores, guiados por sus ganas de dar a conocer aquello todavía inaccesible. La traducción, al fin de cuentas, implica fidelidad, pero sobre todo riesgo. Así debe haber pensado J. R. Wilcock cuando tradujo The Quiet American, de Graham Greene, como El americano impasible (una traición leve y genial), Borges cuando sembró Las palmeras salvajes de términos locales (nadie se atrevió todavía a una nueva traducción, a pesar de lo discutible de algunas de sus resoluciones) o Estela Canto al abordar En busca del tiempo perdido.
El más osado y enigmático de todos los traductores argentinos fue, contra todo, José Salas Subirat, el primero que vertió al español el Ulises, la novela que James Joyce publicó en 1922, se convirtió en sinónimo de vanguardia y nadie se atrevía a versionar en su totalidad. Lo notable de Salas Subirat, que dio a conocer sorpresivamente su trabajo en 1945 en Santiago Rueda Editor, era su múltiple condición de outsider. Poco y nada se sabía de él en el ámbito literario. Se había embarcado en el proyecto -según anunciaba en una nota introductoria- para mejor entender esa novela, notoria por sus dificultades, sin tener conocimientos óptimos del inglés mientras continuaba su carrera como empleado en una compañía de seguros. Durante décadas, hasta que el poeta español José María Valverde publicó su interpretación peninsular del texto, fue la única manera de acceder a la obra más influyente de la literatura del siglo XX. El abnegado trabajo de Salas Subirat recibió numerosos reparos (algunos errores, decisiones dudosas, poca atención a las palabras compuestas del estilo joyceano) y tardíos reconocimientos, como el de Juan José Saer, que reivindicó “la materia viviente del habla” que se reflejaba en su interpretación. El traductor, a pesar de que se conocieran de él datos sueltos, quedó reducido a un simple nombre.
Pero ¿quién era, en suma? En su reciente El traductor del Ulises, Lucas Petersen se lanzó a explorar la vida y las motivaciones que podría haber tenido el traductor para acometer su empresa y, al mismo tiempo, presentar el panorama de una época, su entramado cultural, que es lo que reclama toda biografía que se precie. En su minuciosa reconstrucción, el autor, que tuvo acceso a los papeles de su biografiado (y a las ediciones de la obra de Joyce con que trabajó), nos presenta la vida de alguien corriente, un hombre común “que se introduce con desparpajo en un coto del que los hombres comunes están excluidos”. Como tantos de su generación (nació en 1900, murió en 1975), Salas tenía una inquebrantable vocación autodidacta, convencido de que la cultura era una variante del progreso personal. La traducción del Ulises por la que se lo recuerda fue apenas una de las tantas actividades a las que se consagró. Frecuentó al grupo de Boedo, publicó algunos libros, pero después de entregarle a Santiago Rueda su famosa versión apenas tradujo nada más. Se dedicó a redactar libros de superación personal y una multitud de manuales, al parecer fundamentales, sobre su especialidad: el mundo de los seguros. Al final de su vida, después de un paso laboral por Venezuela, tuvo alguna incursión como columnista televisivo (“sobre relaciones humanas y relaciones públicas”) y se dedicó al dibujo y a la pintura. Aunque lanzó una versión parcialmente revisada del Ulises en 1952, Salas Subirat no parecía tener tiempo para dejarse abatir por las críticas. Era un traductor vocacional, un pionero. No deja de ser un triunfo, de todas maneras, que, a pesar de sus defectos insalvables y de que existan versiones más aggiornadas, todavía se vuelva a él, como si hubiera tocado, en su esfuerzo, algún nervio secreto del idioma.
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