A diferencia de otras celebraciones cristianas como la Navidad, que se conmemora regularmente en la noche del 24 al 25 de diciembre, la fecha de la Semana Santa cambia anualmente y es normal mirar el calendario para tener certeza sobre los días en que caerá.
En esto tiene mucho que ver la astronomía y para encontrar la relación hay que volver hasta el año 325 d.C., cuando se celebró el primer Concilio ecuménico en Nicea (actualmente Turquía). Los concilios, que se estima se celebran desde el año 50 D.C, se han establecido como asambleas celebradas por la Iglesia católica en los que se convoca a los obispos para discutir doctrinas y prácticas, para luego proclamarlas. El Primer Concilio de Nicea fue convocado por el emperador romano Constantino I el ‘Grande’, aconsejado por el obispo Osio de Córdoba, justo cuando el primero imponía su dominio sobre el Imperio Romano.
Fue un paso más allá respecto al Concilio de Arlés (314 d.C.), que había ordenado que la Pascua se celebrara en todos los lugares durante el mismo día. Lo que estableció el Concilio de Nicea fue que esta fecha iba a estar marcada por la Luna, más exactamente por la Luna llena o plenilunio. El Domingo de Resurrección sería entonces el domingo siguiente a la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera boreal, es decir la primera Luna llena primaveral en el hemisferio norte.
El equinoccio ocurre cuando el eje de la Tierra se ubica de tal forma que ambos polos terrestres están a la misma distancia del Sol, lo que hace que día y noche tengan la misma duración. En el caso del equinoccio de primavera, en el hemisferio norte terrestre su fecha puede variar entre el 20 y el 22 de marzo.
Otra norma establecida por en el Concilio de Nicea determinaba que la celebración no debía coincidir con la Pascua Judía, que conmemora el éxodo de los israelitas de Egipto, conducidos por Moisés. En un comienzo, y dado que los cristianos provenían de la tradición judía, la Pascua se celebraba al mismo tiempo.
No obstante seguía habiendo diferencias entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Alejandría, pese a que el Concilio de Nicea dio el privilegio a los alejandrinos de calcular la fecha de la Pascua y comunicarla a Roma, desde donde se daba a conocer al todo el mundo cristiano.
Entre otras cosas esto se dio por la superioridad en astronomía de Alejandría, conocida como el centro cultural del mundo antiguo. Solo hasta el año 525, y gracias a que Dionisio el ‘Exiguo’, monje de la curia romana y matemático, convenció a los romanos sobre la ventaja de los cálculos alejandrinos, se unificó la determinación de la Pascua cristiana.
Durante varios siglos este tema significó discusiones importantes. En el siglo XVI la Iglesia católica estableció lo que se llamó un calendario lunar eclesiástico, en donde los plenilunios “ficticios” se fijaban mediante unas tablas numéricas, menos preciso que el calendario astronómico, pero con algunas ventajas prácticas.
Así lo vieron incluso reconocidos astrónomos de la época, como Tycho Brahe y Johannes Kepler, quienes lo defendieron. Se dice que Kepler mostró su apoyo diciendo que “la Pascua es una fiesta, no un planeta”.
Las nuevas reglas aseguraban que las Pascuas cristianas y judías no coincidieran, para lo cual si el plenilunio eclesiástico después del equinoccio primaveral caía en domingo, fecha de la celebración judía, la cristiana tenía lugar el domingo siguiente.
Paso a la matemática
Pero la conexión de la Semana Santa no es solo con la astronomía, también con la matemática. Se conoce como ‘computus’ el cálculo de la fecha de la Pascua. Numerosos grupos que surgieron a principios del siglo IV, utilizaban cálculos propios para tratar de saber cuándo debía celebrarse. En el Renacimiento, algunos de los métodos usaban la proporción áurea, un número irracional con diversas propiedades interesantes, entre ellas su relación con la estética y la belleza.
Más recientemente se usaron algoritmos como el ideado por uno de los matemáticos más reconocidos de toda la historia, el alemán Carl Friedrich Gauss, en 1800, con el cual se puede realizar el cálculo mediante cinco sencillas operaciones aritméticas.
Las diferencias entre el criterio astronómico y el religioso pueden significar que la luna astronómica no coincida con la eclesiástica. En 1962 ocurrió esto. El equinoccio de primavera se dio un miércoles 21 de marzo y la luna llena astronómica tuvo lugar unas cinco horas después, por lo que, según el criterio astronómico, la Pascua debía celebrarse el primer domingo siguiente, es decir el 25 de marzo.
Pero la luna llena eclesiástica caía el 20 de marzo, es decir antes del equinoccio, por lo que, según la norma, se tuvo que esperar hasta el 18 de abril, fecha de la primera luna llena después del equinoccio del 21 de marzo, para poder determinar el Domingo de Pascua, que finalmente se celebró el 22 de abril.
Gracias a la precisión de las matemáticas y de los movimientos celestes podemos ponerles fechas exactas a las siguientes Semanas Santas. Se sabe con exactitud que tendremos Domingo de Pascua por muy pronto en el año un 22 de marzo (cuando el plenilunio eclesiástico cae un sábado 21 de marzo), y por tarde un 25 de abril (cuando el plenilunio ocurre un 20 de marzo) por lo que habría que esperar al siguiente plenilunio, el 18 de abril, que, al ser domingo, desplaza una semana más la celebración.
Podemos incluso saber que las fechas de la celebración se repetirán de forma idéntica cada 5’700.000 años o que la mayor ocurrencia de un Domingo de Pascua es el 19 de abril.
Del día de celebración del Domingo de Resurrección dependen hasta una decena de fiestas católicas, como por ejemplo la Ascensión (39 días después), Pentecostés (49 días después) y el Corpus Christi (60 días después).
En el siglo XX, algunas personas e instituciones han promovido tener una fecha fija para la Semana Santa, postulando que sea celebrada el domingo después del segundo sábado de abril. Aunque han tenido algo de apoyo, no han avanzado en su implementación.
Mantener la antigua tradición resulta cautivante al comprobar que aún gran parte de los acontecimientos de nuestra sociedad siguen teniendo una conexión directa con el movimiento de cuerpos celestes a cientos de miles de kilómetros.